El país vive un tipo de implosión que casi nunca ocurre en una economía de rentas medias. Escasez, delincuencia, hambruna: escenas de la vida cotidiana
en un Estado fallido
Moisés Naím Francisco Toro (*)
El País, mayo 15, 2016
Cuando un empresario venezolano que conocemos abrió un negocio en el oeste de Venezuela, hace 20 años, nunca imaginó que un día se enfrentaría a una pena de cárcel por culpa del papel higiénico en los baños de su fábrica. Sin embargo, Venezuela sabe convertir lo inimaginable del pasado en lo cotidiano del presente. El calvario de Carlos comenzó hace un año, cuando el sindicato de la empresa empezó a insistir en el cumplimiento de una extraña cláusula de su convenio colectivo, según la cual los aseos de la fábrica tenían que disponer de papel higiénico en todo momento. El problema era que, dada la escasez creciente de todo tipo de productos básicos (desde arroz y leche hasta desodorante y condones), encontrar un solo rollo de papel higiénico era prácticamente imposible en Venezuela. Cuando Carlos por fin logró hacerse con una cantidad suficiente, sus trabajadores, como es comprensible, se lo llevaron a casa: encontrarlo en el mercado les resultaba igual de difícil que a él. El robo de papel higiénico puede sonar a tomadura de pelo, pero para Carlos es un asunto grave: si no repone el producto infringe el convenio
colectivo, lo que expone a la fábrica al riesgo de una huelga prolongada, que a su vez podría conllevar su nacionalización por parte del Gobierno de Nicolás Maduro. Así las cosas, recurrió al mercado negro, donde encontró una solución aparente: un proveedor capaz de entregar, de golpe, papel higiénico para varios meses. El precio era alto, pero no tenía elección: su empresa corría peligro. Por desgracia, conseguir suficiente papel higiénico no acabó con el calvario de Carlos. En cuanto la entrega llegó a la fábrica, la policía secreta entró en escena. Se incautaron del papel higiénico y afirmaron que habían desbaratado una importante operación de acaparamiento, parte de la “guerra económica” respaldada por Estados Unidos que, según el Gobierno de Maduro, es la principal causante de la escasez. Carlos y tres de sus principales directivos se enfrentaban a un proceso penal y a una posible condena de cárcel. Y todo por el papel higiénico. Carlos es una de las personas reales detrás de esas historias chistosas del tipo “no hay papel higiénico en Venezuela”, que utilizan la crisis del país para conseguir risas y clics. Pero a los venezolanos el giro siniestro que ha dado nuestro país no nos hace ni pizca de gracia. El experimento del “socialismo del siglo XXI” propuesto por Hugo Chávez, el autodenominado paladín de los pobres que juró repartir la riqueza del país entre las masas, ha sido un cruel fracaso. Los países en vías de desarrollo, como los adolescentes, son propensos a tener accidentes. Se diría que casi esperamos que tengan una crisis económica, una crisis política, o ambas, con cierta regularidad. Las noticias que llegan de Venezuela —como la escasez de productos básicos y, más recientemente, los disturbios provocados por apagones, la imposición de una semana laboral de dos días para los funcionarios, supuestamente para ahorrar energía, y una campaña para expulsar al presidente que cobra cada vez más impulso— son tan funestas que resulta fácil tacharlas como uno más de esos episodios recurrentes. Pero eso sería un error. Lo que nuestro país está viviendo es algo monstruosamente único en los tiempos que corren: ni más ni menos que el hundimiento de un país grande, rico, aparentemente moderno y democrático, a solo tres horas en avión de Estados Unidos.
En los últimos dos años, Venezuela ha vivido ese tipo de implosión que casi nunca ocurre en un país de renta media a menos que haya una guerra: las tasas de mortalidad se disparan; los servicios públicos se desmoronan uno tras otro; la inflación de tres cifras ha sumido a más del 70% de la población en la pobreza; una oleada de crimen incontrolable obliga a la gente a permanecer encerrada en sus casas; los consumidores tienen que hacer cuatro o cinco horas de cola para comprar; los recién nacidos, y también los ancianos y enfermos crónicos, mueren por la falta de medicamentos y aparatos sencillos en los hospitales. Ahora hay una auténtica hambruna en el país. ¿Pero por qué? No es que al país le falte dinero. Sentado sobre las reservas de petróleo más grandes del mundo, el Gobierno dirigido primero por Chávez y desde 2013 por Maduro ha recibido más de un billón de dólares en ingresos derivados del crudo a lo largo de los últimos 17 años, y no ha tenido que enfrentarse a ninguna restricción institucional sobre cómo gastar esa bonanza sin precedentes. Es cierto que el precio del petróleo lleva un tiempo cayendo —un riesgo que todos preveían, y frente al que el Gobierno no se preparó—, pero eso difícilmente puede explicar lo que ha ocurrido: la implosión de Venezuela empezó mucho antes. En 2014, cuando el petróleo seguía vendiéndose a más de 100 dólares el barril, los venezolanos ya se enfrentaban a una importante escasez. El auténtico culpable es el chavismo, la filosofía imperante nombrada en honor a Chávez y perpetuada por Maduro, y su asombrosa propensión a la mala gestión (el Gobierno despilfarró los fondos estatales en inversiones descabelladas), la destrucción institucional (primero Chávez y luego Maduro se volvieron más autoritarios y paralizaron las instituciones democráticas del país); las decisiones políticas sin sentido (como los controles de precios y divisas) y el hurto puro y duro (la corrupción ha proliferado entre un sinfín de mandatarios y sus familiares y amigos). Un buen ejemplo son los controles de precios, que se aplican a más y más productos: alimentos y medicamentos vitales, sí, pero también baterías de coches, servicios médicos, desodorantes, pañales y, cómo no, papel higiénico. El objetivo aparente era controlar la inflación y hacer los productos asequibles para los pobres, pero cualquiera con unas
nociones básicas de economía podría haber previsto las consecuencias: cuando los precios se fijan por debajo del coste de producción, los vendedores no pueden permitirse reponer los estantes. Los precios oficiales son bajos, pero es un espejismo: los productos han desaparecido. Cuando un país está en pleno proceso de hundimiento, las dimensiones de la decadencia se retroalimentan, creando un ciclo para el que no hay solución. Los regalos populistas, por ejemplo, han fomentado el ruinoso flirteo de Venezuela con la hiperinflación, y el Fondo Monetario Internacional prevé que los precios suban un 720% este año y un 2.200% en 2017. El Gobierno prácticamente regala la gasolina: según los tipos de cambio del mercado negro, con un billete de 100 dólares se puede comprar suficiente combustible para dar la vuelta al mundo 11 veces a bordo de un Hummer H1. Es el mismo tipo de política descabellada que ha sumido al Estado en una escasez de fondos crónica, obligándolo a imprimir cada vez más dinero para financiar sus gastos, lo que espolea aún más la inflación. Más útil que el debate teórico sobre las fuerzas profundas que han destruido la economía de Venezuela, desgarrado su sociedad y arrasado sus instituciones es ofrecer algunos relatos que ilustran una crisis humanitaria por la que nadie rinde cuentas.
¿QUIÉN MATÓ A MAIKEL MANCILLA? A sus 14 años, Maikel Mancilla llevaba seis luchando contra la epilepsia. Su enfermedad estaba más o menos controlada gracias a la lamotrigina, un anticonvulsivo corriente para el que se necesita receta. Conseguirlo era desde hace tiempo una lucha para su familia, pero a medida que aumentaba el desfase entre el coste real del fármaco y el precio máximo que las farmacias podían cobrar, encontrarlo se volvió imposible. El 11 de febrero, la madre de Maikel, Yamaris, le dio la última pastilla de lamotrigina que había en su botiquín; a ninguna de las farmacias a las que acudió le quedaban anticonvulsivos. Yamaris recurrió a las redes sociales —que actualmente en Venezuela están repletas de gente desesperada en busca de unos medicamentos que escasean—, pero no hubo suerte. Durante los días posteriores, Maikel sufrió una serie de ataques epilépticos cada vez más graves, ante la mirada impotente de su
familia. El 19 de febrero, a la 1.15 de la madrugada, murió a causa de una insuficiencia respiratoria. El caso de Maikel no es único. El hundimiento del sistema sanitario y la escasez de medicamentos se cobran vidas todos los días. Los pacientes psiquiátricos que sufren esquizofrenia tienen que apañarse sin antipsicóticos. Decenas de miles de pacientes seropositivos se las ven y se las desean para encontrar los antirretrovirales. Los enfermos de cáncer no disponen de quimioterapia. Incluso la malaria —que prácticamente había desaparecido de Venezuela hace una generación y se puede tratar con medicamentos baratos— ha regresado con resultados mortíferos. EL PILOTO DE CARRERAS Mientras los venezolanos morían por la falta de medicamentos básicos, su Gobierno socialista radical gastaba decenas de millones al año para que su compatriota Pastor Maldonado compitiese en el circuito mundial de Fórmula 1. Maldonado, amigo de las hijas del presidente Chávez, solo logró ganar una sola carrera en cinco años de competición. Así y todo, la petrolera estatal de Venezuela, PDVSA, gastaba más de 45 millones de dólares al año para que Maldonado siguiese corriendo con su logo. Este año, Maldonado, cuya costumbre de estrellarse una carrera sí y otra también acabó valiéndole el apodo de Crashtor, se vio obligado a abandonar el circuito de Fórmula 1, cuando PDVSA no pudo aportar el dinero del patrocinio. La generosidad de Chávez y Maduro con el petróleo venezolano es legendaria. Han repartido el dinero del crudo por todo el planeta, desde los 18 millones de dólares pagados a Danny Glover en 2007 para producir una película ideológicamente apropiada (que sigue sin verse) hasta los millones gastados para mantener a flote la economía cubana o financiar a movimientos de izquierdas desde El Salvador hasta Argentina, pasando por España y más allá.
EL ROBO DEL ALMUERZO Entretanto, el Gobierno venezolano ni siquiera puede garantizar el sistema de derecho más elemental, lo que convierte a Caracas, la capital, en una de las ciudades con más asesinatos del mundo. Los
traficantes de droga dominan amplias zonas rurales. En las cárceles, los líderes de las bandas disponen de armas militares y los ataques con granadas ya no son una novedad. Hasta los niños sufren robos. En el colegio de Nuestra Señora del Carmen, en El Cortijo, un barrio desfavorecido de Caracas, los suministros del comedor escolar ya han sido robados dos veces este año. El segundo robo supuso que el colegio no pudiese dar de comer a los niños durante una semana. En otros sitios, el comedor escolar ha dejado de funcionar. En las comunidades más pobres, los padres optan por sacar a sus hijos del colegio: son más útiles haciendo cola a las puertas de un supermercado que sentados a sus pupitres, ya que para optar a las raciones adicionales para sus hijos los padres tienen que llevar a los niños en persona a la tienda. El régimen colocó hace tiempo la educación en el centro de su propaganda, pero la realidad actual es que a una generación de niños desfavorecidos se les está negando la educación a causa del hambre. Al mismo tiempo, la Asamblea Nacional, controlada por la oposición, denuncia el robo de unos 200.000 millones de dólares mediante estafas en la importación de alimentos desde 2003.
EL BROTE DE CRIMEN ALIMENTA EL BROTE DE ZIKA Venezuela se enfrenta a uno de los peores brotes de zika de Sudamérica. El Instituto de Medicina Tropical de la Universidad Central de Venezuela —eje de las respuestas del país a las epidemias tropicales— fue desvalijado hasta 11 veces, que se dice pronto, en los dos primeros meses de 2016. Los últimos dos robos dejaron al laboratorio sin un solo microscopio. Así resulta imposible que los investigadores puedan hacer su trabajo. Además, los intentos por reparar el daño se ven afectados por las mismas disfunciones que afligen al resto de la economía: simplemente no hay dinero para sustituir el costoso equipo importado que los criminales robaron. Otros aspectos del hundimiento del Estado también agravan la crisis del zika. La infraestructura hidráulica de las ciudades venezolanas se está viniendo abajo tras casi dos décadas de negligencia. Este año, además, el fenómeno El Niño ha provocado una grave sequía. Las empresas de agua públicas han respondido a la rebaja del nivel de las reservas con duras medidas de racionamiento. Algunos barrios pobres pasan días e
incluso semanas sin agua corriente. La mayoría de las personas llenan varios cubos cuando se restablece el servicio, preparándose para los periodos secos. Y almacenar agua en cubos es precisamente lo último que hay que hacer cuando uno se enfrenta a una epidemia: los recipientes se convierten en zona de cría para los mosquitos que transmiten el virus del zika, la chikunguña, el dengue e incluso la malaria.
FALTA ELECTRICIDAD Y SOBRA IMPUNIDAD Vivir sin agua y sin electricidad se ha vuelto una realidad cotidiana. Las empresas públicas tienen problemas para mantener suficiente agua en las reservas para evitar un colapso total de la red eléctrica. No tendría por qué ser así. Desde 2009 se han destinado centenares de millones de dólares a construir nuevas plantas de energía a base de diésel y gas natural, cuyo objetivo era aliviar la presión de una red hidroeléctrica antigua. Sin embargo, buena parte de la capacidad nunca llegó al sistema, y nunca se rindieron cuentas sobre el dinero, que fue desviado. Es un reflejo de la impunidad que reina en todos los ámbitos del Estado. El 4 de marzo, 28 mineros desaparecieron cerca de la frontera brasileña, y los testigos hablan de una masacre. Hasta ahora solo se ha detenido a cuatro personas: son familiares de las víctimas, que habían osado pedir justicia. A finales del año pasado, dos sobrinos de la poderosa primera dama fueron arrestados en Haití por agentes de la DEA por tráfico de cocaína. La reacción de la primera dama fue acusar a la DEA de secuestrar a sus sobrinos. ¿Y qué pasó con Carlos, nuestro empresario en busca de papel higiénico? Tras ser arrestado con absurdos cargos de “acaparamiento”, cayó en la cuenta de que aquello solo era una extorsión por parte de la policía. “Su oferta inicial fue alta, del orden de los cientos de miles de dólares”, asegura. Al final, los agentes retiraron los cargos a cambio de unas decenas de miles de dólares. No es posible entender la Revolución Bolivariana y su fracaso sin incorporar en el análisis el enorme impacto que ha tenido el masivo saqueo del erario público por parte de funcionarios, oficiales militares y sus cómplices del “nuevo sector privado”, la burguesía bolivariana enchufada al Gobierno. En Venezuela la cleptocracia disfrazada de ideología socialista y amor a los pobres destruyó al Estado. Es urgente comenzar la reconstrucción de un país devastado.
Traducción de News Clip
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(*) Moisés Naím (Caracas, 1952). Es licenciado en Ciencias Económicas, con máster y doctorado por el Instituto de Tecnología de Massachussets. Ha sido profesor en la Johns Hopkins School for Advanced and Internacional Estudies y en el Instituto de Estudios Superiores de Administración en Caracas. Entre otros cargos, ha sido director ejecutivo del Banco Mundial y ministro de Comercio e Industria de su país. Colabora en diversos periódicos como Washington Post, Los Ángeles Times, New York Times, Newsweek y con una columna semanal en El País. Fue director de la edición estadounidense de Foreign Policy, que circula en 160 países y se publica en siete idiomas, desde 1996 hasta 2010. Investigador del Carnegie Endowment for International Peace (Washington, D.C.). Su obra se compone de libros de economía y política internacional, entre los que destacan: Venezuela, una ilusión de armonía, con Ramón Piñango; Tigres de papel y minotauros: La política de reforma económica en Venezuela (1993); Lecciones de la experiencia venezolana, con Louis Goodman, Johanna Mendelson, Joseph Tulchin y Gary Bland (1994); La política de competencia, desregulación y la modernización en América Latina, con Joseph Tulchin (1999), Estados Alterados: Globalización, Soberanía y Gobierno (2000), Ilícitos (2006). En abril de 2011 recibió el Premio Ortega y Gasset por la más destacada trayectoria profesional y también “su enorme capacidad de análisis que lo convierten en una referencia imprescindible en lengua española". En 2014 publicó “El fin del poder”. Francisco Toro es editor de CaracasChronicles.com
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